11 de marzo de 2014

VALDÉS LEAL 3/3


En 1667 ingresa como hermano de la Santa Caridad en Sevilla, institución para la que trabaja en los últimos años de su vida, y para ese Hospital de la Caridad realizaría dos de sus más conocidos lienzos, Los Jeroglíficos de las Postrimerías, basados en el Discurso de la Verdad del que fuera Hermano Mayor y benefactor de la Santa Caridad, reflejándolo en el cuadro titulado Don Miguel Mañara leyendo las Reglas de la Hermandad, esta obra es muy posible que la pintara tras la muerte de Mañara, con el fin de perpetuar su memoria. 
Como miembro de la Orden de Calatrava, aparece en el cuadro con la capa y el escudo de la Orden, vestido de negro con golilla blanca al cuello y sentado tras la mesa cubierta con un tapete de terciopelado negro y flecos dorados, en la que se ven varios libros y una cruz leñosa sobre el emblema de la Hermandad, un corazón en llamas, además dos urnas para depositar los votos y al fondo se deja ver un bargueño, con un libro, una calavera, un reloj de arena y un búcaro con tulipanes, simbolizando el conjunto la brevedad de la vida y lo efímero de los placeres. En la pared se ve una pintura, hacia la que Mañara señala, en la que se representa una alegoría del Monte de Dios. En la zona izquierda de la composición se halla un niño, vestido con el hábito de enfermero, que se lleva el dedo a la boca pidiendo silencio. Al desarrollar la escena en un interior, Valdés Leal emplea una luz potente que acentúa los contrastes lumínicos, resaltando las zonas más importantes de la composición. Las tonalidades pardas y oscuras imperan, contrastando con los dorados, rojos y blancos. Para obtener la perspectiva se ha colocado la mesa en diagonal, se emplean baldosas bicolores y se dispone la pared con el cuadro y el bodegón del fondo, obteniendo un resultado de gran impacto visual.
Entre 1671 y 1672 Valdés Leal realiza para el Hospital de la Caridad de Sevilla los Jeroglíficos de las Postrimerías, provocando la falsa leyenda de pintor obsesionado con la muerte y todo lo repugnante y desagradable. El programa iconográfico responde a las pretensiones de Miguel Mañara. Su deseo es que el pintor sevillano dedique en primer lugar un cuadro que mueva al espectador a reflexionar sobre la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte. 
Fruto de esta petición surge In ictu oculi, inscripción latina que figura en el lienzo y que señala cómo en un abrir y cerrar de ojos el hombre cae en el mundo de las sombras, completamente privado de su poder, su riqueza o su sabiduría. 
La segunda pintura, Finis Gloriae Mundi, descubre a los ojos de todos los que la contemplan el pavoroso espectáculo de la muerte, al plasmar de forma directa la presencia en una cripta de varios cadáveres, siendo uno de ellos un caballero de la Orden de Calatrava, posiblemente fuera el mismo Mañara, descompuestos y corroídos por repugnantes insectos. Estos cadáveres esperan el momento del juicio, representado en la parte superior de la pintura por la mano de Cristo que sostiene una balanza. En platos de esta balanza aparecen, respectivamente, símbolos de los pecados y las virtudes, acompañados de las leyendas “Ni más” y “Ni menos”, en clara alusión a que ni más pecados son necesarios para la condenación ni menos virtudes son necesarias para la salvación. Ante esta disyuntiva será la libre interpretación del ser humano quien inclinará la balanza para conseguir el acceso del alma al cielo o al infierno. Estas profundas reflexiones, magistralmente representadas e interpretadas por Valdés Leal, están acompañadas en el programa iconográfico de Mañara por las pinturas de Murillo que narran las obras de misericordia, y que por lo tanto aluden a la consecución de la salvación eterna a través de la práctica de la caridad.
En 1672 se encuentra en Córdoba de nuevo ya que realizaría una serie de obras para el retablo mayor del convento de Capuchinos de Cabra.
En 1673 pintaría la serie sobre distintos episodios de San Ambrosio, uno de los Padres de la Iglesia, para el oratorio del Palacio Arzobispal de Sevilla y hoy se encuentran en el Museo del Prado, el primero de ellos es El nombramiento de San Ambrosio como Gobernador, la escena se desarrolla en tiempos del cónsul Probo en el año 370 de nuestra era, siendo obispo de Milán es nombrado por el cónsul como Consejero y Gobernador de las provincias de Liguria y Emilia, siendo su sede Milán. 
La escena significaría el deseo de crear un cierto paralelismo entre el poder político y el eclesiástico, mostrando las virtudes que debían presidir en cualquier gobierno. Cómo hasta ese momento no se había representado nada similar, Valdés Leal opta por un formato vertical, siendo la mitad inferior la que contendría la escena y la superior la rellenaría con un escenario arquitectónico, en el que era un maestro, para darle solemnidad al conjunto. El cónsul Probo aparece a la izquierda, sentado en un trono con dosel, llevando una corona dorada y vistiendo una capa carmesí con revestimiento de armiño, y Ambrosio, vistiendo también ropajes seglares, se arrodilla ante él para recibir el bastón de mando representativo de la autoridad de su nuevo cargo. Situada en el centro de la escena, en el cruce de dos diagonales, y con la cabeza enmarcada por la reja del fondo, su figura resalta vívidamente y atrae la atención gracias a los fuertes contrastes lumínicos y cromáticos. Alrededor de Probo y Ambrosio aparece un grupo de cortesanos que asisten al evento que cumplen, por una parte, una función constructiva, ya que sirven para introducirnos en la escena y fijar la profundidad espacial al tiempo que equilibran la composición. Sin embargo dota a los personajes de vestimentas un tanto renacentistas y de un escenario un tanto barroco, que en nada tiene que ver con la antigüedad del episodio que describe.
En cuanto al mono tallado que aparece sosteniendo el trono de Probo ha sido interpretado con la malicia de la autoridad secular, constituyendo de ese modo un augurio de los acontecimientos que habría de vivir en el futuro Ambrosio.
Otro de los lienzos de este encargo es La Consagración de San Ambrosio como Arzobispo, tras ser nombrado Gobernador y haber fallecido el obispo arriano de Milán, fue elegido Arzobispo con los parabienes tanto de arrianos como católicos. Esta escena la representa nuestro artista, tomando como modelo la Consagración de San Agustín del siglo XVII, siguiendo ese esquema, Valdés Leal lo lleva al lienzo de manera similar al anterior, el nombramiento como Gobernador, la escena se desarrolla en la mitad inferior y la superior la rellena con un escenario que recuerda la Catedral de Milán. El santo aparece siempre arrodillado, de perfil y rodeado por tres obispos, que le colocan la mitra, y al lado hay un joven clérigo arrodillado sosteniendo un libro abierto.
La escena de la consagración se desarrolla en primer término, en un lugar en alto situado en el presbiterio, y es presenciada desde la nave y a un nivel muy inferior por una multitud encabezada por un grupo de monjas. Al fondo aparece, ante una capilla, una representación escultórica del Calvario y tras la escena principal un retablo barroco, flanqueado por columnas salomónicas y cobijado por un dosel rojo, en el que se representa El bautismo de Cristo. Probablemente se trata de una alusión al hecho de que en el momento de su elección San Ambrosio no era aún cristiano y tuvo que recibir el bautismo sólo ocho días antes de que se le impusiera la mitra episcopal.
El siguiente de esta serie es San Ambrosio negando al Emperador Teodosio la entrada al templo, esta escena se desarrolla tras la muerte de un oficial de Teodosio a manos de la turba violenta y la decisión del Emperador de vengar esa muerte con la matanza de buena parte de la población, en contra de la opinión del Arzobispo, que decide excomulgarle y negarle la entrada en la Catedral hasta que pidiera perdón. 
Valdés Leal decide plasmar en un lienzo esta leyenda, por sus características dramáticas y la superioridad moral de la Iglesia. Como en los cuadros anteriores la composición es similar, la escena se representa en las escaleras de acceso al templo, los soldados le confieren un cierto efecto de profundidad. El Santo, situado en el centro, repele con su mano izquierda al Emperador y con su mano derecha señala al cielo, indicando el mandato divino, toda una demostración de fuerza y energía. La figura del Emperador aparece con los símbolos del poder, una reluciente armadura, el manto púrpura y oro y la corona de laurel, en sus manos se ve la sorpresa ante esa actitud. Los soldados miran hacia el espectador para hacerle partícipe del momento, en clara alusión al barroco. En el contraluz de la izquierda aparece la figura de San Pedro simbolizando la autoridad de la Iglesia.
Otro de los cuadros de este pedido es San Ambrosio absolviendo al Emperador Teodosio, esta escena sigue a la anterior, en la que el Emperador acepta con humildad realizar penitencia pública por los hechos acaecidos, consiguiendo que el San Ambrosio le permita el paso a la Iglesia. 
Esta escena trata de hacer ver la armonía existente entre el poder espiritual y el temporal, y el reconocimiento de la soberanía y el poder de la Iglesia. Como en el anterior, la escena se desarrolla en las escalinatas del templo. San Ambrosio con vestiduras  blancas bendice a Teodosio que aparece de rodillas y con las manos en señal de reverencia y aceptación de arrepentimiento, está revestido con su capa pero sin corona. El entorno nos muestra un cierto aire de calma y meditación, ya no aparecen los soldados. Los clérigos que rodean al Arzobispo testifican la grandeza del momento, mientras dos caballeros a la derecha comentan el acontecimiento, uno de ellos mira al espectador invitándole a la meditación del momento que están viviendo. La figura del lisiado del primer término le da profundidad a la escena. Algunos de los personajes que aparecen, nos recuerdan a otros contemporáneos del pintor, como el que mira al espectador, muy parecido a Andrés Andrade de la Cal, o el clérigo que aparece tras el Santo, Justino de Neve.
Otro de los cuadros que revela la técnica vibrante y plenitud artística de Valdés Leal en ese momento, es el de San Fernando triunfante, actualmente se encuentra en la Catedral de Jaén y fue pintado entre 1673 y 1674. 
Este cuadro lo encargó el cabildo catedral como consecuencia de una orden de Carlos II para que se rindiera culto al Rey Santo, para lo cual ordenó ese cabildo la construcción de un retablo de pinturas sobre el Santo. Valdés Leal presenta la figura del monarca al aire libre, en pie sobre un estrado, quedando a sus espaldas un amplio paisaje que permite contemplar una vista imaginaria de la ciudad de Jaén, coronada por el castillo. A los pies del santo encontramos turbantes y pertrechos militares de los musulmanes que murieron durante la conquista de la ciudad. Viste a la moda real del siglo XVII, con una espléndida coraza rematada con una gola, calzón corto y medias blancas, cubriéndose con un soberbio manto de armiño cuyo exterior tiene bordadas las armas de Castilla. En la mano derecha lleva la espada que eleva al cielo y en la izquierda porta una bola del mundo que simboliza su misión conquistadora y gobernadora. Dirige su mirada hacia el cielo donde aparece un rompimiento de Gloria con un buen número de angelitos que arrojan rosas sobre su cabeza y portan el escudo de Castilla y León, palmas y coronas de laurel. La escena goza de gran teatralidad, creando Valdés Leal un prototipo apoteósico que rivaliza con las imágenes del santo pintadas por Murillo o Herrera el Mozo.
Mas tarde, entre 1675 y 1679 pintaría a Santo Domingo de Guzmán y San Juan Evangelista.
A partir de 1680 la salud de Valdés Leal comienza a empeorar, circunstancia que no le impide realizar grandes esfuerzos físicos para completar, subido a altos andamios, los trabajos decorativos que tenía pendientes, cómo los de las iglesias del Hospital de la Caridad, de los Venerables y del convento de San Clemente, templo al que entrega en 1683 un excelente cuadro de San Fernando entrando en Sevilla. Dos años más tarde realiza para el coro de la iglesia de la Caridad La Exaltación de la Cruz, representación inspirada en la frase evangélica que asegura que ningún rico podrá entrar en el reino de los cielos.
Ese mismo año pintaría Los Desposorios místicos de Santa Catalina, algunos consideran que esta obra podría ser de su hijo Lucas Valdés, que continuó con el taller pero desgraciadamente no heredó la calidad y maestría de su progenitor. Por eso la mayoría de los expertos se inclinan por pensar que se trata de una obra original del pintor sevillano. 
En el centro de la composición aparece la Virgen con el Niño en su regazo, sentada en un aparatoso trono con dosel. A los pies del Niño se encuentra Santa Catalina recibiendo el anillo que simboliza el matrimonio místico y portando la espada de su martirio. A sus pies observamos la rueda, alegórica también del martirio, custodiada por angelitos. En la izquierda de la escena se sitúan Santa Ana, San Joaquín y San Juan Bautista niño con el cordero mientras que en la derecha un grupo de ángeles sostiene el manto de la santa, al tiempo que tocan música y portan flores. La escena está inundada por una luz cálida que armoniza con el cromatismo de azules, blancos y rojos. La pincelada suelta empleada crea un sensacional efecto atmosférico reforzado por la luz. La composición está organizada por un triángulo cuyo vértice es la cabeza de María, integrándose en él una serie de diagonales que aportan mayor ritmo al conjunto, configurando una escena absolutamente barroca.
En 1686 pintaría uno de sus últimos cuadros el de Jesús disputando con los doctores, existe otro con el mismo título pintado en 1661 y recientemente descubierto, se encontraba en una colección particular y adquirido por el Museo de Bellas Artes de Sevilla en 2013. Éste de 1686 se encuentra el Museo del Prado. 
En este lienzo se advierten las características típicas del barroco, lo complicado de la composición, que pone el punto de atención en el ángulo superior derecho, con un centro prácticamente vacío. La forma que el espectador tiene de llegar hasta allí es siguiendo con la mirada a todos los personajes que aparecen en la escena, puesto que todos ellos miran y se orientan con sus gestos a la figura elevada de Jesús. El lugar donde se desarrolla la acción es de lo más heterogéneo. El artista ha imaginado, como en anteriores ocasiones, un templo pagano compuesto por elementos tan diversos como una galería gótica de bóvedas de crucería, un pilar renacentista cubierto de relieves de vegetación exuberante, una balaustrada de fantasía y un altar o podio, donde Jesús se ha encaramado. Lo mismo podría aplicarse a los vestidos de los personajes, que van desde las sencillas túnicas con manto romano de San José, la Virgen, que se encuentran a la izquierda, y Jesús, hasta los turbantes y los brocados de las vestiduras de los doctores judíos, entre los que incluso aparece uno con gorro frigio rojo. Este toque extravagante es propio del Barroco, que trata de sorprender y embelesar la vista y los sentidos, lo cual consigue con otros recursos. Uno de ellos es la mezcla de perspectivas, una galería en tremenda fuga diagonal hacia el fondo, un primer plano abigarrado de personajes y una galería lejana, de serenidad clásica. Los colores también cooperan con la diversidad, puesto que son densos, alegres, luminosos, con predominio de rojos y dorados. La escena muestra a Jesús subido en una especie de altar, para poder ser visto por los doctores judíos, que consultan los pliegos de la Ley y le formulan preguntas sin salir de su asombro. En la galería elevada, un grupo de curiosos contempla tranquilamente la escena. Por la izquierda, con grandes gestos de desesperación, asoman los padres de Jesús, que al fin le han encontrado. Es una ingeniosa composición de un maestro del Barroco sevillano, Juan de Valdés Leal.
Su intervención en la decoración de la iglesia de los Venerables pone punto final a su labor artística, ya que desde 1689 su maltrecha salud le impide completar sus trabajos y ha de ser sustituido por su hijo Lucas Valdés. No obstante, tendrá aún tiempo de ejecutar algunas de sus mejores pinturas en este templo sevillano, destacando quizás la representación de San Pedro y San Clemente venerando a Cristo que puede verse en la bóveda del presbiterio. Ambos Papas personifican el más alto nivel del sacerdocio y al mismo tiempo, realizan la más importante misión litúrgica, rendir culto al cuerpo de Cristo. Poco tiempo después de que culminara esta obra, en octubre de 1690, Juan de Valdés Leal fallece en Sevilla y sus restos son depositados en la iglesia de San Andrés de su ciudad natal. Desapareciendo con él una original personalidad artística muy apasionada, siendo el artista más barroco de la Escuela sevillana y española.
La obra de Valdés Leal nos presenta a un buen dibujante, con un estilo netamente barroco y naturalista, tendente al tenebrismo y al dramatismo, un fuerte colorido, volúmenes monumentales y un movimiento exagerado y muy expresivo, definen su temperamento violento y muy enérgico, opuesto al carácter de Murillo.
El reconocimiento de Valdés Leal se mantiene principalmente por dos de sus obras más importantes, los Jeroglíficos de las Postrimerías que le permitió superar su inicial falta de personalidad para crear un estilo, estilo que fue mejorando progresivamente a lo largo de su vida, tanto en calidad técnica como en contenido expresivo. Fue sin duda un artista de su tiempo, preocupándose por el movimiento, por la riqueza de color y por la variedad compositiva, utilizando una pincelada fluida con la que intensificaba la expresión de sus personajes y la vibración lumínica de sus obras.
Sin embargo, estas cualidades quedaron en ocasiones mermadas por la negligencia y el descuido de su ejecución, en los que cayó por la necesidad de trabajar deprisa para cobrar pronto. Esto le llevó a pintar mucho descuidando el mejorar su técnica. No obstante fue el más barroco de los pintores hispanos, ejecutando sus lienzos con apasionamiento y tensión, llegando a veces a la deformación o a la fealdad para potenciar los sentimientos que animaban a sus personajes. Pero también se interesó por la belleza, cuando quería lo hacía bien. Hombre de carácter fuerte y genio dominante y orgulloso.
En cuanto a los discípulos de Valdés, su hijo Lucas de Valdés (Sevilla 1661-Cádiz 1724) se le considera estrictamente como tal. Formado como su padre, fue artista precoz, pues con diez años ayudó a aquél en los grabados del libro de la canonización de San Fernando. Pero también estudió con los jesuitas por voluntad paterna, conforme a la nueva mentalidad formativa derivada de la experiencia de la Academia, nacida un año antes que él mismo. Valdés padre era así consciente de que la educación del pintor debía superar el mero aprendizaje del oficio propio del sistema tradicional del gremio. Ello le permitió incluso abandonar la pintura, al ser elegido en 1719 profesor de Matemáticas de la Escuela Naval de Cádiz.
Forjado en la terminación de los ciclos paternos en San Clemente y los Venerables, se especializó en tales decoraciones ilusionistas, arquitectónicas especialmente, que revelan su preparación teórica en lo escenográfico. Ejemplos son las pinturas murales de las iglesias sevillanas de la Magdalena y San Luis, esta última de jesuitas y que no es raro se le confiara al haberse instruido con ellos. En ambas desplegó composiciones ambiciosas donde la temática se asemeja a grandes estampas coloreadas sin vida, lo que también sucede en las fingidas tapicerías de la nave de los Venerables. Sus cuadros de caballete presentan ese mismo hacer, realista y acabado algo torpe, destacando en cambio en varios retratos y en el aguafuerte con temas sacros y personajes sevillanos. Más adelante se hablará del papel de Valdés Leal en la Arquitectura y el Grabado.


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