1 de noviembre de 2013

MURILLO 2/3



La crisis económica que vive la ciudad en 1650, no impide que los encargos continúen a buen ritmo, aunque sería el clero el que demandaría un mayor número de pedidos, siendo uno de los más importantes el enorme lienzo de (((*))) la Inmaculada Concepción, conocida por la Colosal por su enorme tamaño, para situarla en el arco triunfal de la iglesia de los Franciscanos. Cuando el artista presentó el trabajo una vez terminado a los monjes, éstos no lo encontraron de su gusto ya que la hallaron tosca y poco acabada, negándose a aceptarla. Murillo solicitó permiso para colocar el lienzo en su lugar correspondiente y una vez situado en el arco fue del total agrado para sus clientes.
La leyenda dice que Murillo en ese momento se negó a separarse de la Inmaculada a menos que le pagaran el doble de lo estipulado, aumento que fue admitido por los monjes sin oposición. Desde ese momento la obra siempre estuvo colocada en su lugar original hasta que en 1810 sería requisada por los franceses y depositada en el Alcázar. Su enorme tamaño la salvó de ser trasladada a Francia, recordemos que mide 436 x 297, por lo que en 1812 fue devuelta al convento donde permaneció hasta la Desamortización de 1836.
Murillo muestra en esta obra uno de sus primeros intentos por renovar la iconografía de la Inmaculada, incluyendo el dinamismo y el movimiento característico del Barroco. La Virgen se muestra en actitud triunfante, apoyando su pie derecho sobre la luna y su rodilla izquierda en una nube sostenida por querubines. Viste amplia túnica blanca y manto azul, siendo sus ropajes pesados y voluminosos aunque dan muestras de movimiento, especialmente el manto, en sintonía con el pelo. Los querubines que acompañan a la Virgen aún no gozan de la gracia de obras posteriores.
La ubicación original del lienzo, a elevada altura y a gran distancia del espectador, condicionó la composición ya que Murillo tuvo en cuenta que la obra tenía que ser vista de abajo a arriba y en oblicuo, consiguiendo un excelente resultado y demostrando su gran capacidad para adaptarse a las necesidades de la clientela.
En este tiempo, la devota sociedad española del Barroco, pide a los pintores un importante número de imágenes de la Virgen María debido a que los protestantes estaban cuestionando muchos dogmas relacionados con ella, como la virginidad o el haber sido concebida sin pecado original. Esto provocó una inmensa devoción mariana en nuestro país, paladín del catolicismo, frente a la impiedad de los protestantes.
Por lo tanto, el pintor aprovechó la enorme demanda de obras marianas para crear iconografías personales. Una de ellas es (((*))) la Virgen del Rosario, donde aparece María sentada con el niño en brazos, sosteniendo el rosario con la mano derecha. Ambas figuras están recortadas sobre un fondo neutro para dar un mayor efecto volumétrico, acentuado al llevar las piernas a un lateral del cuadro. 
Como podemos apreciar, a pesar de estar juntos apenas se relacionan entre sí, ya que miran hacia el espectador y sólo el abrazo entre ambos les pone en contacto, omitiendo los juegos de miradas entre madre e hijo tan característicos. Los tonos que emplea son bastante oscuros aunque intenta alegrar la gama cromática con el rojo y el azul, símbolos de martirio y eternidad respectivamente. Aunque la Virgen no fue martirizada, sí sufrió el martirio de su hijo siendo considerada mártir psicológica.
La pincelada empleada por el artista es algo más suelta que en el lienzo anterior y anticipa el efecto vaporoso que pronto le convertiría en el primer pintor de su época.
Este año de 1650 es muy fructífero en su producción, alternando su pintura entre lo Sagrado y lo profano y costumbrista, como ya hemos visto.
En esta otra obra, también de 1650, (((*))) la vieja hilandera, se interpreta el dicho popular, poco gana la vieja hilando, pero menos gana mirando, trasladándonos de esta manera al mundo de la alcahuetería, sobre el que Murillo quiere llamar la atención con la anciana mirándonos fijamente, con cierta curiosidad hacia el espectador y sin perderse un detalle de los que tiene en frente, que en este momento somos nosotros mismos.
Vemos a la hilandera con un gran nivel de detalle, portando entre sus manos la lana y el ovillo hilado y como está iluminada por un potente foco de luz sobre un fondo neutro de tal manera que no distraiga la atención y nuestra vista se sitúe en la mirada penetrante de la hilandera.
En el mes de agosto de 1655 fueron colgadas en la Sacristía de la Catedral las pinturas de (((*))) San Isidoro y San Leandro que habían sido encargadas a Murillo por el canónigo y arcediano de Carmona, don Juan Federigui. Los lienzos están colocados frente a frente y fueron pintados para ser contemplados desde un punto de vista bajo por lo que destaca la pincelada fluida y pastosa empleada por el maestro, sobre todo en la túnica y en la capa. 

Vemos cómo aparece el Santo con una actitud serena y concentrada, sujetando de manera solemne el báculo de obispo con su mano derecha mientras que con la izquierda sostiene el libro que alude a su actividad de escritor de asuntos teológicos en la España visigoda. El santo patrono de la ciudad y Doctor de la Iglesia recorta su monumental figura ante un cortinaje oscuro que deja ver una columna y un celaje en la zona de la derecha, resultando una composición de gran belleza.
En cuanto a (((*))) San Leandro aparece sentado, en un interior cerrado por un aparatoso cortinaje rojo. Viste de blanco y lleva puesta la tiara y portando el báculo de obispo, sostiene en sus manos un pergamino donde se lee una frase que recoge su defensa de la divinidad de Cristo, negada por los arrianos. Su rostro dirige la mirada al espectador, transmitiendo una sensación de energía y decisión similares a los que él empleó para luchar contra la herejía arriana. La pincelada rápida y pastosa que emplea en estos trabajos supone un paréntesis en su periodo tenebrista, a pesar de que la luz utilizada crea cierta penumbra en el fondo.
En 1658 Murillo se traslada a Madrid donde es muy probable que contactase con Velázquez, quien le enseñaría las colecciones reales y donde tomaría contacto con la pintura europea. A finales de ese año Murillo está de nuevo en Sevilla, apareciendo como vecino de la parroquia de Santa Cruz donde permaneció hasta 1663. Los numerosos encargos que recibía le permitían disfrutar de una saneada economía, complementando estos ingresos con las rentas de sus propiedades urbanas en Sevilla y las que su mujer tenía en el pueblo de Pilas.
Por aquel entonces ya tenía tres aprendices en el taller y una esclava que colaboraba en las tareas del hogar. El 11 de enero de 1660 funda una Academia de Dibujo en Sevilla, en colaboración con Francisco de Herrera el Mozo, en lo que era la antigua Lonja de mercaderes, lo que hoy es el Archivo de Indias. Los dos artistas compartieron la presidencia durante el primer año de funcionamiento de esta escuela en la que los aprendices y los artistas se reunían para estudiar y dibujar del natural, para lo que se contrataron modelos.
La presidencia de la Academia la abandonaría en 1663, siendo sustituido por Valdés Leal. Precisamente ese año será cuando Murillo quede viudo al fallecer su esposa como consecuencia del último parto, días después de haber dado a luz a una niña y así permaneció hasta su muerte.
De los nueve hijos que tuvieron, sólo sobrevivían en aquel momento cuatro, Francisca María, José, Gabriel y Gaspar. Gabriel partió para América en 1677 y los tres restantes siguieron la carrera religiosa, llegando a ser Gaspar canónigo de la Catedral.
Como ya se ha comentado, las escenas costumbristas eran una de las especialidades de Murillo, existiendo una amplia demanda de estos temas, especialmente entre los comerciantes y banqueros flamencos que habitaban en Sevilla. En la década de 1660 pintaría esta obra (((*))) Anciana espulgando a un niño. La composición como vemos, se desarrolla en un interior recortándose las figuras sobre un fondo neutro e iluminadas por un potente foco de luz que entra por la ventana. 
El joven tumbado sobre el suelo está comiendo pan y acaricia al perro mientras que la mujer procede a quitarle las pulgas o los piojos de la cabeza. La anciana vemos que concentra toda la atención en su tarea y ha abandonado sus útiles de hilado que aparecen sobre la banqueta de la derecha. Al fondo podemos contemplar una mesa con una jarra y un cántaro, lo que nos indica que se trata de una familia con escasos recursos económicos pero que sobrevive humildemente.
Este detalle también se puede apreciar en sus vestidos ya que no observamos jirones como ya vimos en otras escenas, cómo por ejemplo en el cuadro de los niños comiendo melón y uvas, el  naturalismo con el que trata Murillo la escena se aleja del empleado por Zurbarán años atrás, lo que indica la evolución de su pintura hacia un estilo muy personal.
El maestro introdujo a la Sevilla cotidiana y callejera de su tiempo en la pintura española. En esta obra, convierte la anécdota vulgar en una excelente pintura costumbrista. Es notable el sentido de la composición, el dibujo firme y seguro, el cálido color. Quizás en estas escenas sevillanas se halle el mejor Murillo, aquel que no abusa de la ternura dulzona, tan grata a su clientela, ni el fácil sentimentalismo.
Si sus primeras obras denotan una evidente influencia del Naturalismo tenebrista que tanto éxito estaba cosechando en Sevilla por aquellas fechas, teniendo en Zurbarán a su máximo representante, sería lógico pensar, que si pretendía obtener rápidos triunfos, tendría que imponer un estilo propio que fuera admitido por el resto de artistas de nuestra ciudad, así en esta (((*))) Adoración de los Pastores, podemos observar las siguientes características formales que la sitúan como obra barroca, el foco de luz que se irradia desde el Niño convirtiéndolo de esta manera en parte esencial de la escena. 

Esta luz crea una serie de claroscuros en los personajes de alrededor que acentúan el tono intimista de la obra. Otra característica es la naturalidad en los personajes, tanto por sus caras como por las ropas que utilizan, son pastores pobremente vestidos.
La utilización de la perspectiva aérea hace que la atención vaya hacia el Niño y la composición a base de diagonales da un cierto dramatismo a la acción. La obra nos representa el Nacimiento de Cristo en un pesebre junto a su Madre y su padre putativo representado como un anciano, haciendo hincapié en la virginidad de María y rodeados por unos pastores, mujer, viejo, joven, niño, es decir está representando todas las edades, todos los sexos, simbolizando que toda la humanidad va a adorar el Nacimiento de Dios, que le adoran y traen presentes, la caridad y el reconocimiento de la divinidad del nacido y unos animales, el buey, un gallo y un cordero, como símbolo eucarístico de la razón de ser de este Nacimiento. Todo ello se sitúa dentro de una construcción pobre con un fondo neutro.
El realismo que caracteriza a las figuras tiene una clara muestra en los pies sucios de los pastores, mientras que la oveja recuerda el Agnus Dei de Zurbarán, Los tonos predominantes son los típicos del Naturalismo, marrones, blancos, sienas y pardos que contrastan con los rojos y azules intensos. La pincelada minuciosa del pintor muestra todo tipo de detalles, desde los pliegues de los paños hasta las briznas de paja del pesebre.
En 1664 Murillo lleva a cabo una obra para el Retablo del Convento de los Capuchinos (((*))) La Virgen de la Servilleta. La forma de presentarnos a la Virgen con el Niño, es cercana e intimista. 
Influido por las corrientes tenebristas del barroco italiano, las figuras se muestran sobre fondo oscuro. Esta vez se trata de un fondo neutro, que no distraiga nuestra atención. La afabilidad y humildad con que son presentados los personajes hacen más entrañable esta pintura, visten de forma sencilla, su belleza es natural, no llevan el típico halo sagrado.
La comunicación con el espectador es uno de las cualidades más atrayentes de la obra. El espectador toma parte en el cuadro, la Virgen nos muestra al Niño y éste está como queriendo salir del propio cuadro y acompañarnos, vemos cómo su tierna mirada se para en nosotros. Las dos figuras aparecen recortadas sobre un fondo neutro y reciben un potente foco de luz procedente de la izquierda, consiguiendo de esta manera una mayor monumentalidad. La serenidad de la postura de la Virgen contrasta con el movimiento escorzado del Niño. Las tonalidades brillantes y vaporosas empleadas aportan mayor elegancia a la composición, destacando la belleza idealizada de María.
Existen dos leyendas sobre el origen de este cuadro, la primera es que uno de los hermanos del convento se dio cuenta un día de que faltaba una servilleta, apareciendo pocos días después con la imagen de la Virgen con el Niño pintada. Y la siguiente dice que Murillo atendió la petición de uno de los monjes para que le pintara una imagen de la Virgen y así rezarle en la intimidad. Ambas parece que son falsas ya que la pintura es sobre lienzo, aunque si pudiera tener algo de verisimilitud ya que lo que apareciera pintado en la servilleta, bien podría ser el simple boceto de lo que luego llegaría a pintar.
Cuando Francisco Pacheco dictó las normas iconográficas que habían de regir la pintura sevillana, consideró que la Virgen se debía pintar en la flor de su edad, de doce a trece años, hermosísima niña, nariz y boca perfectísima y rosadas mejillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro. Murillo siguiendo las normas del suegro de Velázquez pinta su (((*))) Inmaculada del Escorial, una de las más atractivas de su producción.

El rostro adolescente destaca por su belleza y los grandes ojos que dirigen su mirada hacia arriba. La figura muestra una línea ondulante que se remarca con las manos juntas a la altura del pecho y desplazadas hacia su izquierda. Los querubines que conforman su peana portan los atributos marianos, las azucenas como símbolo de pureza, las rosas de amor, la rama de olivo, como símbolo de paz y la palma representando el martirio.
Los ángeles, en este caso cuatro, aportan mayor dinamismo a la composición, creando una serie de diagonales paralelas con el manto de la Virgen que es de grandes proporciones. La sensación atmosférica que Murillo consigue y la rápida pincelada indican que la ejecución estaba entre 1660-65, pero debemos indicar que gracias al dibujo, la figura no pierde monumentalidad, definiendo claramente los contornos. Su nombre viene dado por el lugar en el que estaba registrada, la Casita del Príncipe de El Escorial en 1788.
Murillo seguidor fiel de las sugerencias de Pacheco, pinta también otra de sus Inmaculadas mas celebradas, (((*))) La Inmaculada Concepción que actualmente se encuentra en el Museo del Prado, pintada entre 1665 y 1670, tomando como modelo a una niña jovencísima cuya original belleza, envuelve toda la imagen de una candorosa e inocente sensualidad.
Técnicamente el cuadro nos muestra toda la sabiduría pictórica de Murillo, así el armonioso equilibrio cromático de azul y blanco en la Virgen, refuerza simbólicamente su inocencia y pureza, contrastando además ambos tonos con el dorado amarillento del fondo que complementa los azules. La pincelada es vaporosa, sobre todo en los cabellos de la Virgen, que de esta forma adquieren texturas de seda, pero también en los ángeles y querubines que la acompañan, que disuelven así sus formas entre el color. Sin olvidar el perfecto juego de luces y sombras, que contribuyen al concepto del movimiento, y también a resaltar las formas y el volumen delicado de la figura.
El sentimiento cálido y el tono delicado de estas imágenes están pregonando ya la inmediata llegada del Rococó, factor que también influiría en el prolongado prestigio del pintor.
Continuará...

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