1 de noviembre de 2013

MURILLO 1/3



Bartolomé Esteban Murillo es quizá el pintor que mejor define el Barroco español. A pesar de haber sido hombre famoso y popular, son muy escasos los documentos y referencias que nos hablan de Murillo. La mayor parte de los datos que conocemos referentes a su personalidad nos los proporciona el cronista Palomino, cuando menciona que fue «no solo favorecido del cielo por la eminencia de su arte, sino por las dotes de su naturaleza, de buena persona y de amable trato, humilde y modesto».
Estas leves referencias concuerdan perfectamente con la fisonomía que evidencian los dos autorretratos que Murillo realizó, este que vemos y el otro en su madurez que veremos al final, en ambos puede constatarse que fue persona inteligente y despierta, de trato afable, sereno y paciente, considerado por los que le conocieron como hombre modesto y nada presuntuoso, dotado de una gran capacidad intelectual que le permitió traducir en pintura su pensamiento religioso y el ámbito social en el que se desenvolvía, las cuales unidas a una notable sensibilidad artística, le permitieron ser el perfecto intérprete de los ideales religiosos y sociales de su época.
Nació en Sevilla en 1617 como ya sabemos y donde pasó la mayor parte de su vida. La fecha exacta de su nacimiento es desconocida pero debió ser en los últimos días del año ya que fue bautizado el 1 de enero de 1618 en la iglesia de la Magdalena. La costumbre en la Edad Moderna era dar el bautismo a los pocos días del nacimiento por lo que los especialistas se inclinan a pensar en esta posibilidad.
Su padre era un cirujano barbero llamado Gaspar Esteban y su madre se llamaba María Pérez Murillo, siendo este último apellido materno el elegido por el artista para darse a conocer en el mundo artístico sevillano. Constituían una familia numerosa y el pequeño Bartolomé era el hijo número catorce. La situación económica de la familia era bastante aceptable y el futuro pintor se criaría sin estrecheces.
Pero cuando contaba con nueve años, fallece su padre en 1627 y seis meses después lo hace su madre, por lo que el joven pasará al cuidado de su hermana Ana, casada con un barbero cirujano de nombre Juan Agustín de Lagares. Las relaciones entre los cuñados serían muy buenas, tal y como atestigua que Murillo fuera designado por su cuñado, en 1656, albacea testamentario.
No disponemos de más datos hasta que en 1633 firma un documento en el que declara su intención de emigrar al Nuevo Mundo. El viaje lo realizaría con su hermana María, su cuñado el doctor Gerónimo Díaz de Pavía y su primo Bartolomé Pérez. Pero dicho viaje nunca se produciría y Murillo inicia su aprendizaje artístico con Juan del Castillo, casado con una prima de su madre, en cuyo taller de la plaza del Pozo Santo, permanecerá cinco años.
Del Castillo no era un artista de primera fila pero sus trabajos eran respetados en el ambiente artístico sevillano y tenía un buen número de encargos, colaborando en su taller se encontraba Alonso Cano. Los primeros cuadros de Murillo están muy influenciados por el estilo de su maestro como se puede apreciar en la (((*))) Virgen entregando el rosario a Santo Domingo. Hasta el presente se considera esta obra como la más temprana de las que conocemos de nuestro pintor ya que fue pintada entre 1638 y 1640. 
Procede del convento de los Padres Dominicos de Santo Tomás y en su composición y técnica el pintor se presenta como heredero de los maestros de generaciones anteriores. Murillo todavía no tiene definido su propio estilo personal y por eso en el dibujo muestra evidentes influencias de su maestro, Juan del Castillo, especialmente en los rasgos delicados y finos con los que describe los rostros y las leves sonrisas.
En el rompimiento de Gloria con sus resplandores dorados, los ángeles mancebos que tocan distintos instrumentos musicales y cantan mientras que otros angelitos arrojan flores a santo Domingo, se nota una cierta influencia de quien introdujo este tipo de motivos, Juan de Roelas. Los ropajes que cubren a los personajes estarían inspirados en Zurbarán, sobre todo el modelado recio de los pliegues. Quizá por esta amalgama de influencias, algunos especialistas consideraron en su momento, que no se trataba de una obre suya. En la actualidad se encuentra en el Palacio Arzobispal.
Esta obra fue sustraída por los franceses y depositada en el Alcázar al no ver la autoría de Murillo claramente por esta mezcolanza de estilos.
El año 1645 será de gran importancia para el artista porque se casa el 26 de febrero, cumplidos los veintisiete años con Beatriz Cabrera y Villalobos, natural de la villa de Pilas, joven sevillana de 22 años, residente en la calle de San Eloy y por tanto vecina de la parroquia de la Magdalena. En los 18 años que duró el matrimonio tuvieron una amplia descendencia, un total de nueve hijos.
Además recibe ese mismo año su primer encargo de importancia. Se trata de la serie de trece lienzos para el Claustro Chico del convento de San Francisco en Sevilla, para un artista que empezaba, significaba un espaldarazo a su carrera. El éxito obtenido le consagró en su ciudad natal, compitiendo con el propio Zurbarán y con Herrera el Viejo. Toda esta serie, gira en torno al pensamiento franciscano, la exaltación de las virtudes de la Orden, el espíritu de sacrificio y pobreza, el misticismo, la práctica de la caridad y el amor hacia los pobres.
En estas obras, once en total, muestra una notable influencia de la pintura flamenca  e italiana, lo que hace pensar a algunos en un posible viaje a Madrid, no existe base documental para apoyar esta teoría por lo que si realizó el viaje a la Corte quedó en el más absoluto anonimato.
Toda la serie fue requisada por el Mariscal Soult, de las que el propio mariscal se quedó con cuatro de ellos y el resto se encuentran diseminados por distintos museos y colecciones.
De este pedido podemos resaltar el óleo de (((*))) San Francisco confortado por un Ángel, en el que narra, como explica el propio artista en la inscripción inferior, un episodio del Santo en el que se encuentra sumido en un intenso dolor en todo su cuerpo y cómo la música lo alivia.
La composición es sencilla, vemos a la izquierda a un Ángel tocando el violín y a San Francisco tumbado sobre una esterilla e incorporándose un poco para oír mejor la música, detrás del Santo aparece la calavera, como símbolo del abandono y desinterés por lo material y acentuar la espiritualidad. Ambos personajes gozan de un fuerte foco de luz que se proyecta por detrás del Ángel y el fondo está sumido en una profunda penumbra.
Otro de los cuadros de este pedido para el claustro chico es (((*))) La cocina de los ángeles, uno de los lienzos mayores de la serie y datada en 1646. 
En él se narra un episodio de la vida de Fray Francisco Pérez, fraile cocinero de profunda devoción que lograba alcanzar el éxtasis en su lugar de trabajo. La recompensa le vino del cielo al ser enviados un grupo de ángeles para realizar las tareas que el fraile no hacía, evitando así la reprimenda de sus superiores. El centro de la escena lo ocupan dos ángeles que enmarcan al fraile, arrodillado y en levitación, rodeado de una aureola dorada. En el fondo aparece la puerta abierta y un fraile que contempla el milagro, diversos ángeles están trabajando en una típica cocina conventual donde se muestran las ollas, el fogón, las viandas sobre la mesa, los platos, etc., todo el conjunto constituye por sí mismo un extraordinario bodegón.
Los angelitos se dispersan por la escena para crear una mayor sensación de profundidad. Murillo emplea intensos efectos de claroscuro tomados del tenebrismo que en aquellos momentos estaba cosechando un importante éxito gracias a Zurbarán. El empleo de una luz dorada resalta las tonalidades empleadas, especialmente pardas. El naturalismo utilizado en los personajes terrenales contrasta con la cierta idealización que emplea Murillo en los ángeles, cuyos cabellos y rostros denotan una belleza sobrenatural.
El éxito alcanzado con este pedido, motivará el aumento del número de encargos al aportar un estilo más novedoso que Herrera el Viejo o Zurbarán, Por ello, ese mismo año se ve obligado a acoger en su familia a un joven aprendiz llamado Manuel Campos, hijo de un trabajador vecino de la parroquia, para que realice labores auxiliares, a cambio de seis años de enseñanza, como dice el contrato fechado el 9 de mayo de 1646, al tiempo que debe buscar una casa más amplia para organizar un taller. Se traslada a la calle Corral del Rey donde sufrió la terrible epidemia de peste que asoló Andalucía y en especial Sevilla en 1649. La mitad de la población de la capital perdió la vida y entre los muertos debemos contar a sus cuatro hijos pequeños.
Al año siguiente y repuesto de la terrible pérdida que supone la muerte de una gran parte de su familia, logra realizar un cuadro muy celebrado, (((*))) la Anunciación, en la que no vemos a María absorta en devoción mística, al revés, viene representada como una joven casi adolescente, arrodillada con los ojos bajos, la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda y meditabunda. 
Esta escena narra la Anunciación del Arcángel San Gabriel a la Virgen y la aceptación de María de convertirse en la madre Dios por medio de la intercesión del Espíritu Santo.
La Virgen aparece acompañada de tres de sus atributos tradicionales, el costurero y el libro, símbolos de su laboriosidad y devoción, y las azucenas, símbolo de su pureza. Vemos que ha dejado su cesto de mimbre con la costura y parece perturbada en sus rezos por la aparición del ángel, éste con un aspecto terrenal salvo por las alas, lejos de estar flotando en una esfera etérea, está con la rodilla izquierda en tierra y vemos que luce elegantes sandalias, su aspecto es distinguido. Con una mano apunta a la paloma del Espíritu Santo que flota sobre sus cabezas, haciendo un ademán en su alegato a favor del anuncio que tiene que transmitirle. El rompimiento de la Gloria de gran belleza cromática en el que aparecen angelitos revoloteando. El juego de luces y sombras está muy acentuado.
Otra de las obras que pintó en este periodo es (((*))) Santa Ana y la Virgen.
Este es un tema muy recurrente en la pintura sevillana, representa la infancia de la Virgen en una escena cotidiana como la de cualquier familia, en el que una madre deja sus labores para enseñar a leer a su hija, se desarrolla en un espacio con referencias arquitectónicas como columnas y balaustradas que sitúan la escena en un lugar indeterminado, no doméstico y un espacio alegórico formado por un rompimiento de gloria del que emergen dos ángeles que coronan de flores a la niña. Vemos a la Virgen ataviada siguiendo la moda que imperaba en la aristocracia de la época. La gran maestría del pintor logra reunir de una forma natural y armónica los diferentes niveles de una misma realidad.
Otra de las pinturas de esta época, recordemos que nos encontramos finalizando la primera mitad del siglo XVII, es la (((*))) La Sagrada Familia o la Sagrada Familia del Pajarito. 
Una obra realizada en un estilo naturalista, puesto de moda por Zurbarán y Velázquez, recibe este nombre por el pajarito que el Niño Jesús muestra al perro. La total ausencia de elementos divinos o celestiales hace que nos situemos ante una escena cotidiana de una familia de condición humilde, como si el pintor abriera las puertas de su propio hogar para mostrarnos el juego del pequeño acompañado por su padre, mientras la madre ha parado en sus labores de hilado para comer una manzana.
Son figuras elegantes pero no dejan de poseer cierto realismo, el protagonismo como vemos lo tiene el Niño Jesús, iluminado por un potente foco de luz procedente de la izquierda que provoca contrastes, dejando el fondo en total penumbra sobre el que se recortan las figuras, aunque junto a San José podemos vislumbrar el banco de carpintero. El excelente dibujo del que siempre hará gala Murillo se aprecia claramente en estas primeras obras, donde los detalles son también protagonistas, el cesto de labor de la Virgen, los pliegues de los paños, los miembros de las figuras, el gesto del perro.
El colorido empleado es el que caracteriza esa primera etapa del artista siguiendo el estilo de los naturalistas. Colocar a San José como protagonista de la escena junto al Niño Jesús viene motivado por las discusiones teológicas sobre la función del santo en la vida de Cristo. Si en un principio, se pensó que no había tenido nada que ver en la educación de Jesús, a medida que pasa el tiempo se considera que la labor de San José es cada vez más importante, y por ello, aquí le vemos como el padre ideal, con un rostro inteligente y paciente, que incluso relega a la figura de María a un segundo plano.
Sevilla no era ajena a la situación de crisis y depresión que se vivía en toda España, era una ciudad con una alta población venida a menos por el traslado del puerto de Indias a Cádiz, buena muestra de ello, era la proliferación de mendigos, pícaros y moribundos que poblaban sus calles.  Murillo preocupado por la situación de pobreza que se vivía, quiso plasmarla en la pintura como también la literatura de la época la recogió en sus obras con la figura del pícaro.
Nadie abordó la pintura de género con niños como lo hizo Murillo, con una ternura y sensibilidad no vistas hasta entonces. En (((*))) El joven mendigo o niño espulgándose, primer lienzo de tema profano, lo realiza coincidiendo con el momento de su consolidación en el panorama artístico sevillano. El pintor centra la composición en la actitud del personaje y en la descripción del lugar.
El pequeño aparece en una habitación, recostado sobre la pared y quitándose las pulgas que acompañan a sus ropas raídas. En primer término aparece un cántaro de barro y un canasto del que caen algunas piezas de fruta. La figura está iluminada por un potente haz de luz que penetra por la ventana desde la izquierda, creando un fuerte contraste con el fondo que sirve para crear una mayor volumetría. La luz también refuerza el ambiente melancólico que define la composición, destacando el abandono en el que vive el muchacho. El marcado acento naturalista que refleja la escena tiene como fuentes a Zurbarán y Caravaggio, trayendo también a la memoria las escenas costumbristas de la primera etapa de Velázquez. La pincelada gruesa y pastosa empleada es característica de esta primera etapa.
En este otro vemos otra obra de su juventud, dada la naturalidad de la escena, donde dos niños disfrutan de un banquete improvisado, (((*))) Niños comiendo melón y uvas, en la que realiza un asombroso estudio del natural.
La incidencia de la pintura holandesa de género es evidente en esta escena, recreándose en la cesta de mimbre con uvas que cuelgan y empleando una técnica que resalta el carácter escultural de los contornos de los protagonistas, dada la naturalidad de la escena, donde dos niños disfrutan de un banquete improvisado, la escena se supone que son dos niños que acaban de conseguir un botín y se lo comen con cierta glotonería. Sus ropas raídas, su suciedad y la rapidez en el comer nos aluden a que son dos pícaros que han conseguido robar esos manjares.
Aunque el fondo nos parece neutro, realmente se trata de un edificio en ruinas. Lo más llamativo es el nivel de detalle de la escena, se pueden ver sus uñas negras, los pies sucios y el aspecto desaliñado. Como curiosidad, hay varias moscas en el melón y el niño del moflete hinchado acaba de escupir una pipa que vuela por el aire y donde las frutas por sí solas, parecen un auténtico bodegón característico del barroco. La luz, sesgada, entra por la izquierda del cuadro y se produce un llamativo juego de fuertes contrastes de luces y sombras tenebristas sobre un fondo oscuro bastante neutro.
Los colores son ocres y tierras quemadas lo que hace ver la influencia de la pintura veneciana y de Herrera.. Las pinturas de género de Murillo, eran mas valoradas fuera de España, gracias a que la mayor parte de esta producción la adquirieron coleccionistas flamencos y holandeses en vida del artista, por lo que su reputación creció en Europa en los siglos XVIII y XIX, y es que Murillo fue un extraordinario pintor del tema de género, sin embargo encontró pocos seguidores entre los artistas españoles.
Esta serie de cuadros tiene una estructura bastante semejante. La línea diagonal barroca, como eje compositivo, aparece con claridad en todos ellos. En este caso, la línea es doble, una va de las uvas al melón, y la otra une las dos caras de los niños.
Es un cuadro naturalista porque muestra la realidad tal como es, con sus imperfecciones y fealdades. Murillo hace gala de una extraordinaria sensibilidad al pintar a los chiquillos con una gran dignidad y con un cariño exquisito que nos hace cómplices de sus andanzas y nos mueve a una sonrisa comprensiva. De nuevo, la pintura barroca española salva al individuo por el arte, y no se regodea en las miserias y defectos humanos.
Continuará...


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